MEDITERRÁNEO 3 de junio de 1462 



El sol comenzaba a ponerse al oeste, creando una imagen casi fantasmal, con el cielo enrojecido por el reflejo de los últimos rayos de luz. Perot se encontraba acodado en la borda, contemplando aquel paisaje que siempre le había resultado tan misterioso y, a la vez, tan familiar. No recordaba cuantas veces había recorrido el mismo trayecto entre Florencia y Barcelona, en aquella vieja nave ballenera que había recibido de la familia hacía casi quince años. En todo ese tiempo la navegación había sido tranquila, casi rutinaria, a pesar de las incursiones de los piratas berberiscos. Sin embargo, últimamente se advertía un cambio en aquella parte del Mediterráneo. Los marineros contaban historias de barcos salidos de la nada. De piratas temibles, comandados por el propio demonio, que asaltaban cualquier navío sin importar su procedencia o lo armado que pudiera estar. Perot no creía en historias de fantasmas. El mar le había enseñado que detrás de cada leyenda había una explicación racional. Y por mucho que los marinos supervivientes de los ataques jurasen que el capitán de aquellos barcos era la encarnación del mal, él estaba convencido de que el macho cabrío de los mares no era más que otro hombre. Mientras observaba el horizonte, recordando el primer viaje que hizo con su padre cuando apenas tenía ocho años, notó una presencia junto a él. Jácome, el viejo piloto florentino, se había acercado silenciosamente, como uno de esos espíritus que vagan por los confines de la noche.
-Siempre me ha atraído la caída del sol en el mar, capitán. -A pesar de los años vividos juntos, Jácome llamaba así al viejo mercader catalán-. Es como si el fin del mundo viniese a buscarnos cada noche, como si el cielo ardiese en llamas y el infierno se fundiese en él durante unas horas. Como si Dios y el Diablo se juntasen para comentar cómo les ha ido el día.

-Al menos hoy el macho cabrío no podrá decir que ha hundido este barco -dijo Perot, mirándolo divertido.
La forma de pensar del florentino le resultaba casi tan peculiar como su vestimenta. Sonrió recordando la escala hecha en Marsella tres años antes, cuando Jácome fue el centro de todas las burlas por los llamativos colores de su jubón.
-¡Mi señor! –el grito del vigía rompió la conversación entre los hombres- ¡dos fustas a estribor! ¡Vienen directas a nosotros!
Protegidos por la oscuridad de la noche, que ya comenzaba a hacerse total, los dos navíos se acercaban rápidamente. Pronto estarían sobre ellos. Los marineros comenzaron a maldecir en catalán e italiano, juraban que habían visto el reflejo del fuego en los ojos de un capitán enemigo que no estaba a la vista.
-¡Por las barbas de Belcebú!, -gritó Jácome- mire allí capitán. ¡Qué me aspen si no es el mismo diablo!
Los ojos del mercader buscaron aquello que señalaba Jácome: el mascarón de proa de la primera de las naves representaba una cabra erguida sobre sus patas, con dos grandes cuernos retorcidos que podrían abrir en canal a su viejo ballenero. No fue el único en darse cuenta. Los hombres comenzaron a rezar mientras el sol terminaba de ponerse en el oeste, dejando caer la noche, sólo roto por la luz de las lámparas de aceite, y por el rojo resplandor que surgía del centro del barco infernal que arremetía contra el lento ballenero. Según se acercaban las fustas, los sonidos de la guerra comenzaron a sonar en los tres barcos, el ruido del hierro de las espadas, de las carreras por la cubierta, de los arcos al destensarse sus cuerdas. En un instante, el fuego había prendido en las velas del ballenero. Un segundo después, la primera de las fustas piratas se había acoplado a estribor y los hombres habían comenzado a ascender hacia la cubierta del gran navío mercante.

La segunda de las fustas, aquella cuyo mascarón representaba al propio diablo, tardó unos minutos más en acercarse. El suficiente para que el abordaje de la primera nave acabase con la resistencia en el ballenero.
Perot miró con orgullo a sus hombres. No eran guerreros, pero se habían defendido como sólo son capaces de hacer aquellos que temen por su vida. Su triste mirada vagaba sobre los cuerpos que estaban tirados por la cubierta, reconociendo uno a uno a sus marinos muertos mientras los piratas los lanzaban por la borda. Sus ojos se cubrieron de lágrimas cuando descubrió como el cadáver de su propio sobrino era enviado al reino de Neptuno.
-Que Dios lo acoja en su seno -balbuceó mientras dos piratas de piel oliva lanzaban otro cuerpo al mar.
-Que así sea -respondió una voz desconocida, mezcla de acentos, que sorprendió al catalán, que se giró hacia su interlocutor.
-¿Quién sois?
-Algunos dicen que el diablo. Otros que el macho cabrío -el capitán pirata miraba por encima del hombro de Perot, allí donde continuaba el tétrico desembarco de cadáveres.
-Hace mucho que perdí el miedo a los fantasmas y no creo que el Ángel Caído navegue por estos mares -continuó el catalán.
-Yo tampoco lo creo, mi señor -dijo cortésmente el pirata-. Pero si me ayuda en mi labor, no rechazaré tales supersticiones de los ignorantes.
-Pues entonces, ¡presentaos! -Perot se arrepintió del tono autoritario de su voz nada más lanzar las palabras al viento-. Sois vos quién habéis abordado mi barco.
El hombre que se encontraba ante él comenzó a reír. Era un marino fornido, con la piel revejida y tostada de aquellos criados junto al mar. Vestía ricas ropas; un jubón de seda azul se entreveía bajo el gambesón de cuero tachonado en el que destacaba una cabra erguida bordada en hilo de oro. Apoyaba su mano izquierda al cinto, descansando la derecha sobre el pomo de la espada. La vaina, curvada como la hoja que escondía, estaba labrada en plata mostrando la lucha de un guerrero moro contra un dragón marino. Por su juventud Perot no podía creer que fuese el temido pirata que decían que era. El joven se giró hacia el mercader dejando que la negra melena, apelmazada por el mar y la humedad, le cayese sobre el rostro antes de apartarla con la mano enguantada. Su cara no tenía nada extraordinario, con la excepción de sus ojos oscuros y cargados de brutalidad, que denotaban una feroz inteligencia que seducía y atemorizaba por igual. Ojos que reflejaban la dura mirada de aquellos que han matado y han visto a la muerte jugar con su guadaña. Y, en ese momento, las dudas de Perot se disiparon: aquel que tenía delante era la encarnación del mal en el mar.

-Veo que sois curioso, mi señor -continuó el pirata-. Y valiente, pues hasta hoy nadie ha sido capaz de hacerme tal pregunta. Por eso os complaceré, pero sabed que después moriréis -la sonrisa del marino parecía una burla ante el miedo del mercader-. Llámadme Cabrón.

No hay comentarios: