El viento azotaba las velas y la nave se movía al
vaivén de las olas. Paseé la mirada por la cubierta y vi rostros curtidos que
rezaban atenazados por el miedo, pues el mar es madre del marino e, igual que
arrulla unas veces, castiga los pecados otras muchas. Y aquel día Dios Nuestro
Señor parecía dispuesto a castigar los nuestros haciéndonos zozobrar frente a
Arguim. La costa se mostraba desafiante, recortada en el cielo de la
mañana aparecía grisácea cada vez que La Gitana se alzaba sobre las
olas.
-¡Maldita la hora en que decidisteis salir, Fernán! -me
aferré al timón, ayudando a Jorge para mantenerlo firme.
-Era necesario –respondí –Debíamos adelantarnos al
resto para realizar esta empresa.
-Voto a Dios, Fernán, que la locura de Pedro Cabrón sigue
viva en vos.
Mi risa fue acallada por el ruido de los truenos y la
conversación interrumpida por el fuerte viento que acompañaba la tormenta. Temí
por el velamen, pero ya era tarde para recoger el aparejo y los hombres se
acurrucaban en las bancadas incapaces de avanzar por una cubierta barrida por
la lluvia y el mar. Un trueno iluminó el cielo a través de la vela mayor,
rasgada por el viento. Maldecí por haberme aventurado a lanzarme al mar y recé
por llegar a la costa. Pero los rumores habían sido claros: Pedro volvía a la
ciudad la mañana siguiente a nuestra partida. Yo había combatido a su lado,
peleado y matado; junto a él me había transformado en el hombre que fui y
ahora, que Dios había abierto mis ojos, no deseaba volver a cruzarme con su
mirada. Pedro me odiaba por haberlo abandonado, y yo le odiaba por haberme
arrastrado a sus infiernos.
Ahora el odio a Pedro cubrió la verdadera razón de
nuestra partida, pues la misión que nos llevaba a Arguim debía mantenerse en el
mayor secreto. Recordé la tarde, tres semanas atrás, en la que Rodrigo me mandó
llamar; partí de inmediato y cabalgué hasta encontrarnos cerca de Chiclana, en
un recodo del río que se adentraba hasta la sombra de Medina. Entre árboles, el
Ponce de León me entregó una misiva que ahora guardaba bajo mi jubón, a salvo
de miradas indiscretas. Una sola vez leí las palabras en ella contenidas, y en
esa única vez entendí la importancia los negocios que nos obligaban a navegar
bajo la ira de Nuestro Señor. O, tal vez, Dios todo poderoso, protegiendo los
intereses de su más fiel servidora la reina Isabel ocultaba nuestra travesía a
los ojos de los vigías. Un nuevo relámpago iluminó la noche, y la sombra de una
fortaleza se dibujó en el horizonte. Jorge buscó mi mirada y sonrió tranquilo
al descubrir nuestro destino; algunos hombres alzaron la cabeza, esperando un
nuevo rayo que iluminase la costa para asegurarse de la presencia de la
fortaleza.
-Capitán -aún me resultaba extraño ser nombrado así-,
la maniobra será compleja si desea arribar en este momento. Sería mejor navegar
más al sur, allí encontraremos playas de finas arenas en las que podremos
varar; pues me temo, señor, que el puerto portugués estará cerrado para
nosotros.
-Y no erráis, mi buen Jorge –mi carcajada sobresaltó a
los soldados más cercanos al timón, que se alzaron para intentar descubrir que
había motivado mi risa-. Los portugueses no esperan nuestra llegada y, en caso
de esperarla nos recibirán con salvas de cañones y no con los brazos abiertos
en señal de buena voluntad. Tenéis razón, seguiremos hacía el sur pues hay
quien si nos espera en las playas de las que habláis.
Y así fue, pese a las olas que elevaban la
embarcación, Jorge me recordó porque lo había puesto frente al timón de la
Gitana, que surcó el mar bajo las murallas portuguesas para adentrarse en una
pequeña cala al sur de la ciudad. Al abrigo de las rocas, el mar se tranquilizó
y el baile de la fusta se hizo rítmico y pausado hasta detener su avance. Los
hombre corrieron para lanzar el ancla y las chalupas fueron descendidas.
Remamos hasta la orilla y descendimos en silencio
mientras el sol comenzaba a mostrar su reflejo al este e iluminaba los daños sufridos
por La Gitana durante la tormenta, que parecía remitir con la llegada del día.
Busqué por la playa a aquellos que sabían esperaban, y los encontré refugiados
en una pequeña cueva. Diego me esperaba
junto a una pequeña hoguera, se levantó y me ofreció la mano.
-Es bueno veros, Fernán-dijo estrechando mi mano entre
la suya- descargar durante el día de hoy, nadie nos molestará. Y a la tarde
partiremos a Arguim, una pequeña puerta se abrirá para nosotros, el resto deberá
esperar fuera de las murallas mientras cerramos los negocios que os traen hasta
África.
Asentí mientras en la playa mis hombres comenzaban a depositar los arcones de madera, cerrados con un gran candado cuya llave reposaba sobre mi pecho, que nos habían llevado a cruzar el infierno.
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